Sergio Andrés de León nació en Nueva York en 1972. Se ha dedicado a actividades variopintas después de haber abandonado las divertidísimas cuestiones del Derecho. Pinta, escribe, baila tap, fuma puro de vez en cuando y baila con la mejor delas técnicas. Por el momento vende "tiempo compartido". Usted manda sus generales y Don Sergio se pone en contacto con usted. !Aproveche!

2.21.2009

PELUSA

Esta narración la escribí recién desempacado en la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Con tonos de realismo mágico medio mamones me parece que vale pena para unos minutitos.

Amanecimos en el departamento y la pelusa ya se había adueñado de todo. Y Sandra, esa mujer obstinada hasta el infinito, se aferraba con la mirada, con un gesto, con un puchero, y limpiaba y limpiaba. El día que nos mudamos al departamento le quitamos el forro de plástico a los muebles y a la mañana siguiente la pelusa, ay, la pelusa, ya los había invadido. Era suave, blanquísima como la nieve (aunque no la conozco supongo que ha de ser muy blanca como la piel de Sandra). Una fina capa de pelusa cubrió los muebles de la sala, la alfombra, la televisión. Obstinada, aferrada, Sandra luchaba con todos sus recursos para desterrar la pelusa de nuestras vidas, como si su presencia fuera una afrenta: cepilló los muebles con docenas de menjurjes, pasó la aspiradora infinidad de veces y de nada sirvió. Muy oronda, la pelusa. Obstinada me encajó la mirada, esa terrible mirada de mujer caprichosa: tenía yo que hacer desaparecer la pelusa al precio que fuera. Sí, Sandra era una mujer que no se andaba con medias tintas y yo, que la amaba, no tenía más remedio que hacer mía su voluntad. Sandra, abatida por el contratiempo, se encerró en la recámara y yo pensaba que no había en el edificio del diminuto departamento del barrio latino ninguna cosa que pudiese soltar la pelusa.

Mañana, tarde y noche flotaba en el aire. Cuando abría las cortinas los rayos de sol se escurrían y develaban el universo de la pelusa: miles de partículas espirales descendiendo con rapidez, otras flotando, otras aterrizaban en la alfombra. Era un extraño rito sacar la aspiradora en la noche y conectar el succionante animal al enchufe y engañarse con la imposible tarea. Sandra, adormilada y deprimida, salía del cuarto, nada decía, solamente su ojerosa y extraviada mirada se paseaba de un lado para otro. Noche tras noche yo sacaba la bolsa de la aspiradora para vaciarla en el basurero del condominio. Las habladurías comenzaron: que qué cosas eran esas grandes bolas blancas; que el comportamiento del joven abogado del seis era muy raro, “cuándo se ha visto que unos recién casados pasen la aspiradora en la noche”; “la bella esposa del abogado anda como ida, como si sufriera, a lo mejor bebe”; “tan buenos y decentes que se veían”. Eso sí, decían los vecinos, las bolas son deliciosamente suaves e incluso algunos mandaron a sus hijos a recoger las bolas que yo tiraba por las noches e hicieron almohadas, cojines y muñecos.

Revisamos en los roperos, en los anaqueles de la cocina, en el baño y en todos los rincones del departamento, para ver si no había algún animalejo por ahí. Pregunté a una pareja de viejitos vecinos nuestros. Con gran cautela y como no queriendo la cosa.

-Nos sentimos muy a gusto en el departamento. Vaya que sí, sí señor, es un buen departamento, de ésos que dejan huella y que uno nunca olvida. Y no es que nos moleste pero desde el primer día en que llegamos apareció la pelusa...

-¿La pelusa?

-Ah, es que hay un poquito en el departamento pero todo es cuestión de limpieza, creo yo. ¿No les ha sucedido a ustedes?

-¿Qué?

-Que se les llene de pelusa el departamento...

-No, joven, jamás en nuestra vida hemos tenido pelusa. Lo único extraño que nos ha pasado fue aquella vez, ¿te acuerdas gorda?, cuando el departamento se nos llenó de plumas blancas. Buscamos durante meses hasta que encontramos un animalejo, como si fuera un ángel dormido en el plafón del cuarto de lavado. Lo echamos a escobazos y se fue volando-. Regresé a buscar en el cuarto de lavado. Nada encontré.

Estaba confuso y preocupado por la salud de Sandra. Cada noche que regresaba del trabajo la encontraba profundamente dormida, ya ni hacíamos el amor. Estaba deprimida. En la oscuridad, sin atreverme a encender la luz, me sentaba a su lado a escuchar su respiración de durmiente. En el despacho se preocupaban por mí: me presentaba con los trajes cubiertos de pelusa. Un día mandóme llamar el jefe de abogados.

-Oiga, De León, no me lo vaya a tomar a mal pero sus trajes...

-¿Qué tienen mis trajes?-, pregunté como aquél que no sabe de qué le están hablando. Cínico.

-Los trae usted cubiertos con... no sé qué sea... pelusa o algo así. Parece usted arbolito de navidad con cabello de ángel. Ayer los socios lo vieron y me pidieron que hablara con usted para que no se repita la situación-. Entonces me vi en la necesidad de guardar mi ropa en la oficina. Puse la ropa detrás de los libros, je, el camuflaje perfecto. Llegaba temprano y me vestía en la oficina. Nada habría ocurrido si a uno de los socios no se le hubiera ocurrido ir a mi oficina a buscar un libro. Sacó el libro y vio las camisas, los sacos, los calcetines, las trusas, el desodorante, el talco, la loción, el cortauñas.

-¡Pero licenciado De León, ¿cómo es posible?!

-Es que la pelusa, licenciado, la pelusa-. Al día siguiente, en la junta semanal de socios, el licenciado Pizarro se levantó del asiento y contó lo sucedido el día anterior. Fue un juicio sumario, inquisitorial. Cuchicheos, desaprobación y ese mismo día salí del despacho con mis libros, mi ropa y mi cheque. Fui a un bar y luego a casa. Mi mujer dormida. Triste, pasé la aspiradora por la apelusada alfombra. Luego cepillé los muebles de la sala. Los botes de basura ya estaban repletos de pelusa. A la mañana siguiente bajé a tirar las grandes y blancas bolas. El conserje me prohibió tirarlas en el depósito.

-¿Por qué?-, pregunté.

-No sería conveniente, joven. Créamelo, yo sé de eso-. Y se fue. Metí las bolsas con pelusa en la camioneta y, aún con la pijama puesta, fui a tirarlas en alguna calle desierta. Encontré una calle desolada, miré hacia todos lados, no vi a nadie y, cuando bajé las bolsas, de la nada aparecieron patrullas, policías, perros, jeeps.

-¿Cómo ve al joven, colega? Quesque es abogado-.

-Ujujui, pues lo que hacía era un claro atentado contra la ecología, colega-. Repartí dinero y regresé a casa con mis bolsas de pelusa. Sandra se la pasó todo el día en la cama y yo me quedé tirado en el sofá de la sala viendo la televisión. Apenas oscureció me fui a dormir. Agotado, entré a la recámara. Encendí la lámpara del buró de Sandra. Dormía. Me senté a su lado, acaricié su rostro, su jugosa boca entreabierta. Bajo la luz de la lámpara vi la lenta cascada de pelusa manar de su boca (como nieve en la ventisca, supongo).

septiembre 1999