Sergio Andrés de León nació en Nueva York en 1972. Se ha dedicado a actividades variopintas después de haber abandonado las divertidísimas cuestiones del Derecho. Pinta, escribe, baila tap, fuma puro de vez en cuando y baila con la mejor delas técnicas. Por el momento vende "tiempo compartido". Usted manda sus generales y Don Sergio se pone en contacto con usted. !Aproveche!

9.21.2010

!NÓMBREME!


Nunca nadie dirá que la biblioteca de su abuelo fue destruida por la incuria de sus descendientes. Pero qué sucedió esa noche en la biblioteca de la universidad. Esa noche abrí un libro casi tan viejo como la manía del hombre por escribir. Pasaba las hojas del pergamino. Mis ojos encontraron una palabra. Mis oídos escuchaban que la palabra pedía a gritos ser nombrada.
— ¡Señor, por lo que más quiera en este mundo, nómbreme, nómbreme, no me deje aquí encerrada, soy una princesa encantada por el maléfico embrujo de un druida! ¡Nómbreme, señor, nómbreme, que yo sabré agradecerle, seré su esclava, tendrá en mí esposa, cocinera, lavandera, pondré en su mesa los más suculentos manjares, en su lecho le haré conocer la felicidad! —.
Avergonzado por los gritos miré alrededor: la sala de lectura seguía en su cotidiana calma. Me acerqué a la palabra y susurré.
—Pero cómo la voy a nombrar así porque sí. Yo soy libre de nombrar aquello que me place o simplemente nombrar lo que se me viene en gana. Puede ser usted una princesa encantada o una reina o una rosa o un colibrí pero no me nace nombrarla, discúlpeme usted, no me nace—. A punto de cerrar el libro la palabra desesperada...
— ¡No, espere, no me condene al silencio añoso de estas hojas, sea compasivo, míreme, llevo siglos y siglos encerrada en este libro, soy una princesa, la más bella que la tierra ha pisado y si usted me nombra seré suya, suya, déme la libertad que no será sino suya, déjeme agradecerle con mi boca, con mis manos y mis piernas, que siendo palabra no lo puedo hacer, nómbreme, por favor! —.
No sabía yo qué hacer, por qué nombrarla: ¿por tener una princesa a mi lado? No, jamás lo haría por eso. Decidí nombrarla... por compasión, por pura compasión. Y la nombré, la boca se me llenó de sus letras. Ante mis ojos la palabra desapareció. Cerré el libro y me olvidé de lo que parecía haber sido un sueño, un deseo o lo que pudiera haber sido.
Abrí la puerta de mi departamento: sobre la mesa del comedor los manjares de libros y palabras. La princesa, cierto que era la más bella, prendía las velas. Se arrojó a mis brazos, me llenó el rostro de besos y caricias. Me senté a la mesa y se sucedió la enciclopédica cena: degusté La República de Platón en dulce salsa de ciruelas; Edipo Rey al mojo de ajo; supe de la especialidad de la princesa: Génesis y Apocalipsis en nogada; sopa de Heine; apenas probé el estofado de Ulises y el albondigón de Proust; por no ofender partí el pastel de La Celestina. A punto de reventar me levanté para entregarme al sueño. La princesa me hizo el amor, me hizo el amor desquitándose por los siglos de encierro. Desnudó mi cuerpo con pasajes del Decamerón, algo dijo de Chaucer y Sade. Terminó con Nabokov y Bukowsky.
Abría cada noche la puerta y se repetían los manjares y los amores. Pero me resistía, pasadas algunas semanas, a sus empeños por hacerme feliz. De aquellas noches me queda el grato recuerdo de la cena de navidad: vino de Donne; ravioles de Vita Nova; romeritos de Rimas y Leyendas; Pavo de Rayuela.
Busqué en todos los libros de la biblioteca, con el método ambrosiano, algún conjuro que la alejara de mí. Me sentía prisionero de sus cariños. Ella sospechaba de mis intenciones.
Abrí la puerta del baño: un charco de rojas palabras empezaba a escurrir por la coladera. La princesa tendida en la regadera con un borrador en la yugular. La llevé al hospital. De inmediato el doctor ordenó aplicar suero de graves y esdrújulas, atropina de Whitman. Me llamó el galeno.
— ¿Sabe la razón por la cual intentó suicidarse?
—No, no, doctor.
— ¿Ha notado algún cambio en su comportamiento?
—No, doctor, no.
— ¿Es su esposa?
—No...
— ¿Su novia?
—No...
— ¿Su amante?
—Pues...
— ¿Su esclava?
—No...
— ¿Su hermana?
—No...
— ¿Su hija?
—No...
—Entonces dígame ¿por qué vive con usted?
—La encontré...
—Ah, no será que la secuestró...
—Por favor doctor, no piense eso...
— ¿Pensar qué?
—Que la secuestré.
— ¿Y cómo sabe que lo pensé?
—Porque lo dijo.
—Ah, entonces porque usted dice yo tengo que pensar las cosas antes de decirlas...
—Bueno, doctor es que...
—Mire jovencito, no sé cara de qué me vio pero de mí no se va usted a burlar, ¿me entendió?
—Sí doctor...
—Así está mejor.

Abrí la puerta de la sala de recuperación. La encontré pálida con tubos y mangueras.
— ¿Cómo te sientes?
—Perdóname.
—No tengo nada que perdonarte—. Tomó mi mano entre las suyas, lloraba la princesa.
—Me has dado todo cuanto necesitaba. Por favor mátame.
—No digas eso.
—Mátame, ya viví lo suficiente, mátame por favor—. Le di un beso en la mejilla y desconecté el suero. Cerró los ojos, una frágil sonrisa se dibujó en sus labios antes de morir. Murió la princesa. Salí del hospital, caminé en la madrugada de la calle solitaria. Un farol, un ladrido, una sirena de ambulancia.

Abrí la puerta. Nadie me recibió con besos, ni manjares, ni amor. Al día siguiente abrí el libro, ahí estaba de nuevo la palabra, escrita por una invisible mano. Y la nombré, la nombré mil y un veces. Corrí al departamento, abrí y no estaba la princesa.
Abro el libro y aquí está la palabra y la nombro, la nombro y la nombraré el resto de mi vida.

2.23.2009

ESA BOLA DE TONTERÍAS QUE SUPUESTAMENTE DEBE DECIR LA MUJER




Mi amigo tenía labrada una buena fama en la radio. Por razones fortuitas trabamos contacto después de más de 10 años de no vernos y me invito a formar parte de su equipo. Meses después se fue a otra estación y, además, a conducir un programa en la televisión. Yo me quedé en el mismo trabajo. Era un trabajo con un sueldo decoroso y, tomando en cuenta las peligrosas condiciones económicas en que me encontraba, era una bendición. Si bien el precio a pagar era alto, pues los horarios me convirtieron en un vampiro zombie (de cuatro a nueve de la mañana y, ese mismo día, de seis a 10 de la noche, de lunes a domingo), la consigna era “apechugar hasta el extremo”.

En la mesa de redacción de la radiodifusora prestaba sus servicios un pintoresco personaje que, para los efectos de esta narración, llamaremos Abelardo. Tenía unos 30 años y completamente calvo. Abelardo era singular, entre otras cosas, por su colección de tics. No podía andar más de diez metros sin hacer unas extrañas muecas, o escribía en la computadora y hacía ruidos extraños. Hasta que un día el jefe de redacción le dijo que su enfermedad o lo que fuera ponía nerviosos a sus compañeros, de tal forma que atendía su padecimiento o se largaba. Y así fue como Abelardo acudió a un psiquiatra y de ahí la metamorfosis. A los quince días los cambios eran más que notorios: los tics y los rituales habían desaparecido, la facha era otra, hasta sus compañeras decían que tenía cierto sex appeal. Pero lo más insólito fue cuando Abelardo se presentó en la oficina con un nuevo look que dejó con la boca abierta a todos, sobre todo a las mujeres: desde aquél día vistió con entallados pantalones de mezclilla con campana, camisas abiertas y zapatos de tacón cubano. Si tomamos en cuenta que era un hombre alto, el tacón lo hacía parecer aun más alto. Y el gran detalle garibaiano: el entallado pantalón dejaba bien claro que Abelardo había sido agraciado por la naturaleza. Y él presumía el asunto con soltura y desverguenza: se acercaba peligrosamente a las compañeras con la “amenaza de su hipérbole”. Ellas, entre halagadas y nerviosas, no sabían qué decir, ni qué hacer. Sólo cuchicheaban, que si Abelardo quería andar con Chuchis o con Munchis. Lo cierto era que no había nada, Abelardo sólo presumía, nada más, pero llegado el momento actuaría… ¡y de qué forma!

En esas andaba cuando se incorporó a la estación una guapérrima conductora de televisión, a la que llamaremos Susana. Era brillante y bella. Y, por azares del destino, fui invitado a formar parte de su equipo. Esta mujer de quien hablo era diferente a las del resto de las que habitaban la estación. No era mustia, ni amargada, era pura alegría y desenfado. Desde que llegó el trabajo dejó de ser una maldición para mí.

Ella se fijó en Abelardo. Si bien su look le parecía demodé, no dejaba de reconocer que le parecía un hombre muy atractivo. Bueno, cualquiera que use los pantalones embarrados y que tenga un arma de ese calibre pues le resultará atractivo a las mujeres, pura biología. Sin más ni más, abordó a Abelardo. Como era de esperarse hicieron grandes migas y él usaba pantalones aún más apretados.

En la cena de fin de año el alcohol lubricó los asuntos amorosos. Vimos a Abelardo y a Susana partir juntos y muy entretenidos. ¡El amor hacía de las suyas! El lunes ya veríamos las caras de satisfacción de ambos. Pero Abelardo no volvió, no lo volvimos a ver. Susana sí llegó y como si nada. Qué sucedió con Abelardo….nos preguntábamos. Nunca contestó las llamadas y, hasta la fecha, nadie sabe de él.

A mediados de febrero, Susana invitó a comer a sus colaboradores. Era el viernes 14 de febrero. Nos avisó que se iba a otra estación. La sobremesa se extendió por horas. Tras varios tequilas me animé a tocar el tema:

-Susana, ¿me permites una pregunta muy personal?

-Claro. Qué diplomático…

-Qué pasó con Abelardo…

-¡Sabía que un día me lo preguntarías! En específico qué quieres saber…

-Qué pasó con él. En la cena de fin de año se fueron juntos, muy cerquita de Dios y no lo volvimos a ver…

-Hmmmm. Bueno, esta es la historia. Nos fuimos a mi casa…

-¿Y?

-Nos metimos a la cama. Vi lo que todas en la estación deseaban ver y vaya que… qué bárbaro…-. Susana suspiró.

-Ajá…

-Por redondeo digamos que duró un minuto, pero siendo más estricta no fueron más de 30 segundos. No sé, tal vez se puso nervioso o yo lo intimidé. Pero se mostraba tan seguro, tan Mauricio Garcés, tan arrollador, que supuse que era todo un casanova... hasta miedo tenía. Lo malo es que por alguna razón me dio un ataque de risa cuando terminó. Traté de convencerlo de que era normal, que a todos los hombres les pasa y, ya sabes, esa bola de tonterías que supuestamente debe decir la mujer para que el hombre no se suicide después de haber fracasado. Se levantó, se puso sus pantalones y se fue.

-Vaya sorpresa.

-Sí, Serch, quizá albergué demasiadas expectativas.

- Con todo lo que presumía…-, dije.

- Y resultó más precoz que Mozart-, sentenció Susana.

-Que el buen Dios se apiade de su alma.

-Así sea, Serch, así sea.

2.21.2009

PELUSA

Esta narración la escribí recién desempacado en la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Con tonos de realismo mágico medio mamones me parece que vale pena para unos minutitos.

Amanecimos en el departamento y la pelusa ya se había adueñado de todo. Y Sandra, esa mujer obstinada hasta el infinito, se aferraba con la mirada, con un gesto, con un puchero, y limpiaba y limpiaba. El día que nos mudamos al departamento le quitamos el forro de plástico a los muebles y a la mañana siguiente la pelusa, ay, la pelusa, ya los había invadido. Era suave, blanquísima como la nieve (aunque no la conozco supongo que ha de ser muy blanca como la piel de Sandra). Una fina capa de pelusa cubrió los muebles de la sala, la alfombra, la televisión. Obstinada, aferrada, Sandra luchaba con todos sus recursos para desterrar la pelusa de nuestras vidas, como si su presencia fuera una afrenta: cepilló los muebles con docenas de menjurjes, pasó la aspiradora infinidad de veces y de nada sirvió. Muy oronda, la pelusa. Obstinada me encajó la mirada, esa terrible mirada de mujer caprichosa: tenía yo que hacer desaparecer la pelusa al precio que fuera. Sí, Sandra era una mujer que no se andaba con medias tintas y yo, que la amaba, no tenía más remedio que hacer mía su voluntad. Sandra, abatida por el contratiempo, se encerró en la recámara y yo pensaba que no había en el edificio del diminuto departamento del barrio latino ninguna cosa que pudiese soltar la pelusa.

Mañana, tarde y noche flotaba en el aire. Cuando abría las cortinas los rayos de sol se escurrían y develaban el universo de la pelusa: miles de partículas espirales descendiendo con rapidez, otras flotando, otras aterrizaban en la alfombra. Era un extraño rito sacar la aspiradora en la noche y conectar el succionante animal al enchufe y engañarse con la imposible tarea. Sandra, adormilada y deprimida, salía del cuarto, nada decía, solamente su ojerosa y extraviada mirada se paseaba de un lado para otro. Noche tras noche yo sacaba la bolsa de la aspiradora para vaciarla en el basurero del condominio. Las habladurías comenzaron: que qué cosas eran esas grandes bolas blancas; que el comportamiento del joven abogado del seis era muy raro, “cuándo se ha visto que unos recién casados pasen la aspiradora en la noche”; “la bella esposa del abogado anda como ida, como si sufriera, a lo mejor bebe”; “tan buenos y decentes que se veían”. Eso sí, decían los vecinos, las bolas son deliciosamente suaves e incluso algunos mandaron a sus hijos a recoger las bolas que yo tiraba por las noches e hicieron almohadas, cojines y muñecos.

Revisamos en los roperos, en los anaqueles de la cocina, en el baño y en todos los rincones del departamento, para ver si no había algún animalejo por ahí. Pregunté a una pareja de viejitos vecinos nuestros. Con gran cautela y como no queriendo la cosa.

-Nos sentimos muy a gusto en el departamento. Vaya que sí, sí señor, es un buen departamento, de ésos que dejan huella y que uno nunca olvida. Y no es que nos moleste pero desde el primer día en que llegamos apareció la pelusa...

-¿La pelusa?

-Ah, es que hay un poquito en el departamento pero todo es cuestión de limpieza, creo yo. ¿No les ha sucedido a ustedes?

-¿Qué?

-Que se les llene de pelusa el departamento...

-No, joven, jamás en nuestra vida hemos tenido pelusa. Lo único extraño que nos ha pasado fue aquella vez, ¿te acuerdas gorda?, cuando el departamento se nos llenó de plumas blancas. Buscamos durante meses hasta que encontramos un animalejo, como si fuera un ángel dormido en el plafón del cuarto de lavado. Lo echamos a escobazos y se fue volando-. Regresé a buscar en el cuarto de lavado. Nada encontré.

Estaba confuso y preocupado por la salud de Sandra. Cada noche que regresaba del trabajo la encontraba profundamente dormida, ya ni hacíamos el amor. Estaba deprimida. En la oscuridad, sin atreverme a encender la luz, me sentaba a su lado a escuchar su respiración de durmiente. En el despacho se preocupaban por mí: me presentaba con los trajes cubiertos de pelusa. Un día mandóme llamar el jefe de abogados.

-Oiga, De León, no me lo vaya a tomar a mal pero sus trajes...

-¿Qué tienen mis trajes?-, pregunté como aquél que no sabe de qué le están hablando. Cínico.

-Los trae usted cubiertos con... no sé qué sea... pelusa o algo así. Parece usted arbolito de navidad con cabello de ángel. Ayer los socios lo vieron y me pidieron que hablara con usted para que no se repita la situación-. Entonces me vi en la necesidad de guardar mi ropa en la oficina. Puse la ropa detrás de los libros, je, el camuflaje perfecto. Llegaba temprano y me vestía en la oficina. Nada habría ocurrido si a uno de los socios no se le hubiera ocurrido ir a mi oficina a buscar un libro. Sacó el libro y vio las camisas, los sacos, los calcetines, las trusas, el desodorante, el talco, la loción, el cortauñas.

-¡Pero licenciado De León, ¿cómo es posible?!

-Es que la pelusa, licenciado, la pelusa-. Al día siguiente, en la junta semanal de socios, el licenciado Pizarro se levantó del asiento y contó lo sucedido el día anterior. Fue un juicio sumario, inquisitorial. Cuchicheos, desaprobación y ese mismo día salí del despacho con mis libros, mi ropa y mi cheque. Fui a un bar y luego a casa. Mi mujer dormida. Triste, pasé la aspiradora por la apelusada alfombra. Luego cepillé los muebles de la sala. Los botes de basura ya estaban repletos de pelusa. A la mañana siguiente bajé a tirar las grandes y blancas bolas. El conserje me prohibió tirarlas en el depósito.

-¿Por qué?-, pregunté.

-No sería conveniente, joven. Créamelo, yo sé de eso-. Y se fue. Metí las bolsas con pelusa en la camioneta y, aún con la pijama puesta, fui a tirarlas en alguna calle desierta. Encontré una calle desolada, miré hacia todos lados, no vi a nadie y, cuando bajé las bolsas, de la nada aparecieron patrullas, policías, perros, jeeps.

-¿Cómo ve al joven, colega? Quesque es abogado-.

-Ujujui, pues lo que hacía era un claro atentado contra la ecología, colega-. Repartí dinero y regresé a casa con mis bolsas de pelusa. Sandra se la pasó todo el día en la cama y yo me quedé tirado en el sofá de la sala viendo la televisión. Apenas oscureció me fui a dormir. Agotado, entré a la recámara. Encendí la lámpara del buró de Sandra. Dormía. Me senté a su lado, acaricié su rostro, su jugosa boca entreabierta. Bajo la luz de la lámpara vi la lenta cascada de pelusa manar de su boca (como nieve en la ventisca, supongo).

septiembre 1999

2.16.2009

LOS PAPÁS DE LOS GRANADEROS

En 1968 mi papá no era lo que se dice un jovenzuelo. Tenía sus cuarenta años bien cumplidos. Mi mamá dice que su esposo, o sea mi papá, dejó de irse de juerga como a los sesenta años (cuando ella cuenta esto mi papá pone cara de nostalgia). De toda esa época se dicen muchas cosas, pero una de las más interesantes sucedieron durante el espeso año del 68.

En ese entonces mi padre trabajaba a marchas forzadas en Villa Olímpica, para dejarla a punto para las Olimpiadas. Acababan de suceder los hechos del 2 de octubre cuando mi padre se relajaba en una cantina del centro. Brindaba con los demás ingenieros y, de pronto, entraron a la cantina diez soldados. Éstos les ordenaron a los parroquianos ponerse de pie. Todos se levantaron menos uno. Uno de los soldados se acercó a mi padre y gritándoles le preguntó por qué no se levantaba. Según uno de los testigos mi papá le dijo al soldado que no estaba de acuerdo en que anduvieran metiéndole miedo a la gente nada más porque sí. El soldado lo tomó del brazo para llevarlo afuera de la cantina. Mi papá le dejó su cartera, reloj y pidió que le avisaran a mi mamá. Salió mi papá, lo presentaron ante un militar de mayor rango y, luego de un breve interrogatorio lo dejó ir. Bueno, existe una hipótesis alternativa sobre este caso, la cual dice que mi padre no se levantó porque no pudo.

Pero hay otra experiencia aun más interesante de mi progenitor en ese año. Cuando las obras de Villa Olímpica fueron concluidas se llevó a cabo una gran pachanga entre los arquitectos, ingenieros, albañiles y demás involucrados. Después del 2 de octubre los ánimos no estaban muy elevados. Ya entrada la noche, y con los invitados ya medio borrachos, una señora arquitecto tomó la palabra en el banquete.

- En vista de los terribles acontecimientos que han sucedido yo quería recomendarles una cosa. Que hablen que sus hijos, que les digan que se estén tranquilos, que no se metan en problemas. No vaya a ocurrir otra desgracia. Hablen con sus hijos, por favor-. El silencio se hizo en el banquete, de por sí los ánimos estaban por los suelos con el discurso la atmósfera se volvió más tensa pues los frescos recuerdos del 2 de octubre volvieron. Una persona se levantó de su asiento: mi padre.

- Estamos de acuerdo con usted. Tenemos que hablar con nuestros hijos. Además, yo quiero proponer una cosa: que se forme una comisión de personalidades distinguidas o que cualquiera vaya a hablar, a entablar un diálogo…con los papás de los granaderos para que ellos hablen con sus hijos-.

2.10.2009

PARAÍSO EN RUINAS


ESCRITO EN LAS HORAS MUERTAS DE LA OFICINA EN 2001



Si están en ruinas los cimientos
¿qué puede hacer el justo?
Salmo 10-3


I
Una furiosa llamarada que todo lo consume,
un fantasmal temor en los riscos
un hechizo que no se puede conjurar
una existencia maltrecha en sus fronteras

Y la trémula conciencia se balancea
en una forma acrobática
preguntándose acerca del todo
y en su anhelo de respuesta
palpa su manifestación corpórea
para decir al Mundo: ¡sí, soy!
Pero en su opaca certidumbre, duda: ¿soy?
Y cae.

Alrededor de su invisible pero real límite
escucha las notas del melancólico fagot
que disfrazan el miedo de Ser
en un mítico sudario que
entre destellos
luce como una orgullosa bandera
que ondea y blande en su centro un signo: ?

Un signo tan leal a la esperanza
como puede ser ésta al Mundo
Y en su cansino y marchito ondear
francas risas se entremezclan con las notas
del cínico fagot y del arpa fatigada.

[Y la pluma que la mano empuña
traza sus propios signos]

[Es lo sensual que penetra en la roca]

Furiosa llamarada
de un combustible
al que la conciencia
teme nombrar.


II
Inmensa catedral la de los sentidos,
flota en el ábside el Cristo inmóvil.
Flota, pétreo, en su cruz de infinito,
atravesado por la llamarada de Conciencia

A los pies de Cristo
el Hombre desnudo,
pleno en su intensa fragilidad corpórea,
atravesado por una llamarada,
víctima de sí mismo,
inicia un desconsolado vuelo.

Rezar y enjugar la profunda herida existencial.
Es el animal herido que lame sus llagas.

Víctima de sí mismo, desnudo, frágil,
se levanta entre ruinas insaciables.
Entre las pausas emerge de sus tiránicos apetitos
para volver a su obstinada postración.


III
¿Qué puede saciar esta sed?
¿Acaso es el Dios magnánimo
el que con un ligero roce de su cercanía
me apartará de los lúgubres
desfiladeros de la desesperación?

Ese ser de la inconformidad,
el hartazgo de Ser
y No Poder Ser.
El machacar del somos lo que somos,
la elástica frontera que separa
lo que negamos y lo que
a final de cuentas
somos.

Respirar entre ruinas,
inhalar el polvoso presente
de una tierra de crueles agracejos.
Suspirar y preguntar en medio
de la desolación
¿dónde está el paraíso?

¿Acaso la conciencia me debo conformar
con los sucios retazos de luz
que el Mundo arroja?

[Anhelar la luz]

Fugaz e indiferente se escapa,
como la arena como el agua,
en las imposibles jaulas de las manos.
Se escapa la esencia quizá cristalina.

Se escapa y la echamos de menos siempre
…siempre…


IV
Las cuerdas de una guitarra.
Tintinear de botellas.
Gritos proferidos por los Alegres
-esa secta de pobres diablos-

Es la vida que suave se desliza
entre sueños y pesadillas.
Es la vida que se desliza.

[La tinta sigue su curso sobre el papel.
¿Qué escribió hace años en la otra cara de la hoja
el niño que fuiste?

Recuperados nuestros espíritus
Salimos de la endemoniada casa]

Triste versión de Dios
el hombre sumido en sí mismo,
anhelante del vértigo creador,
como si la palabra fuese
un proyectil de intensidades
o como si la voluntad
fuera un cielo
de prudentes
y laboriosos ángeles

¿Perder la conciencia en código
y abrir la inédita puerta
de lo que pareciera no tener fin?

Qué pretensión la de atravesar el tiempo
sumido en sí mismo
ahumando de incienso el altar
y entonces la magnífica visión:
el inspirado hálito de los ángeles.

Sobre la tierra otoñal,
los cabellos inexorables caen.
Es la vida que se desliza.


DELENDA CARTAGO
La vida suma y resta,
decía mi abuela.
Mi abuela que murió tranquila en su cama.

Se te va a secar la mano,
sentenciaba como un oráculo mi otra abuela.
Mi abuela la que murió en una cama de hospital.
Sentenciaba mi abuela Clara de Jesús
quien yacía sobre un helado lecho de metal.

Desnuda, vieja, carcomida por el jején del tiempo,
repleta de muerte,
ahíta de su muerte.
Su rostro hinchado,
su cansada piel.
Todo en ella era la muerte
Y el río de su muerte
no era sino la vida
que fluía.

Te voy a zumbar,
decía mi abuelo cuando se enojaba.
Mi abuelo el que murió silbando en su cama,
que la muerte hiciera lo que
le viniera en gana. Sí, señor.
Mi abuelo el que no creía
en la vida después de la muerte.
El que blasfemaba.

Y los tres partieron
en sendas bolsas de negro plástico.
Y sólo era la vida que se deslizaba.
Nada más.


V
La tierra que haces fértil con tu sudor
fue habitada por seres como tú:
hechos de carne y hueso,
acosados por los mismos miedos,
visitados por los mismos fantasmas,
perseguidos por la misma sombra.

La tierra que hieres con el azadón
sabe a principio y fin.
En ella habitan diablillos traviesos.


DELENDA CARTAGO
Encontré en la tierra recién labrada
un travieso duende con ojos de diamante,
lo guardé en mi bolsillo.
Paso a paso
su idioma desconocido,
paso a paso sus bizarrías
y no pude más:
lo aplasté contra una roca


VI
Se abre entre la frontera de los dos cuerpos
un abismo insondable al que precavidos nos acercamos.
Entre nubes el insolente hijo de Venus
nos dice: no teman, los límites de sus cuerpos
son fantasías, ilusiones finitas.

Es el arrojo lo que os hará Uno.
Basta con tener Fe en el sino metafísico
de dos almas enamoradas.

No teman arrojarse a este dichoso abismo sin fin.
Estas profundidades tienen un nombre
invocado por los amantes, por los libres,
por los que viven sin ataduras.

[Tu cuerpo es una tierra que
de cuando en cuando
se abre como una hermosísima
rosa hambrienta]

[También era su boca un abismo,
mas luminoso]

Embelesados por las palabras del sensual dios
no hacemos caso de la mesura, de lo correcto, de la razón
que alienta a vivir sin riesgos.

Perdido el aliento en este eterno instante de valentía
nos arrojamos en la gracia oscular del abismo
y caemos creyéndonos Uno.

[En el abismo mi lengua un húmedo bisturí
que desea extirpar de tu vientre una rosa]

[En el abismo mi boca quiere robar
a tus senos una perla]

[De tu entrepierna brota
un dorado trigal]

[Es tu boca un abismo
más luminoso]

Sabemos ya del cruel engaño:
es vano el intento por ser Uno sólo.
Los cuerpos se engañan aun en el paraíso de la entrega.
No pueden complementarse el uno al otro.
¡Qué fastidio no poder entrar realmente en Ti!

[En ese abrazo abismal perdimos la inocencia]

Ya en cada beso
saboreamos la decepción
de no poder destruirnos uno dentro del otro.
No podemos respirar el Universo de nuestras ruinas.

[Serena derrota la tuya:
yaces tierna en la barca del tálamo,
me miras escribir en la tempestad
mientras tú navegas en suaves aguas]

[Acobardada por el vértigo
mi conciencia se enfrenta al infiel espejo del papel.
Escribe, dice ella:
Querer escapar de la intensidad del Tiempo]

Despertamos en un paraíso en ruinas


VII
El humeante hilo del insomnio traza nítidas,
míticas figuras

¿no es aquélla una gorgona hambrienta
del fatuo civilizatorio que nos ahoga?

¿no es esa forma ya extinguida
el grito bélico de un fanático?

[En la casa del vecino
una niña regaña al perro:
¡Firulais!, la realidad no se muerde]

¿Estas formas que se acercan
serán tropas demoníacas
que acuden a cumplir
polvosas profecías
o sólo soy yo?

Y ese signo, Téofilo, que lento se forma
con las volutas humeantes,
¿en verdad me hará vencer?


DELENDA CARTAGO
Una ráfaga de viento irrumpe
a través de la ventana.
Sacude con estridencia
la fina cristalería de la memoria.

El viento eleva a Fifí con su largo
y blanco vestido.
Su larga cabellera emite hechizantes
notas de fatigada arpa.

Etérea, Fifí, escapa por la ventana.
Se desliza en el cielo nocturno.
-Algún día te atraparé, Fifí, algún día-,
dice Teófilo.

Recuperados nuestros espíritus
Salimos de la endemoniada casa.


VIII
Cunde en el aroma del alba
un salino y misterioso acento subversivo.
El mar con sus brazos de espuma
todo lo traga y lo devuelve.
El mar…

Retumba en el hall (en lo real)
una risa idiota.
Playa ennegrecida,
brillosas oleadas negras
cubren las rocas,
desfallecientes nutrias,
gaviotas de luto picotean
su infame plumaje de aceite.

El mar con brazos de espuma

Lejano el mundo desde esta bahía
-amigo Teófilo-
la vista se enamora de las sombras
y esa sirena, amigo, es una de ellas.

Sirena el futbol.
Los héroes disputan la gloria
y en las frías gradas:
Delenda Cartago: golpes,
aplastamientos, rocas, macanas.

Y parece haber tanta heroicidad
en lo real.

No somos héroes
de esos que encajaban
el frío acero de la espada.
Algo de gallardía y valor…
parece no ser mucho
pero basta para vivir
en las opacas ruinas del mundo.

Lo real: encalla la risa idiota
en el agudo arrecife del televisor:
sirena la niña morena
con su negro y burbujeante refresco.


DELENDA CARTAGO
¿Recuerdas aquél hermoso jardín de la patria
donde lo mismo brotaban los rosales
que las gardenias y las bugamvilias?

¿Te acuerdas que siendo niños
jugábamos en los benditos prados
y que en el antiguo kiosco
dimos el primer beso?

¿Recuerdas a los viejos
en sus crujientes mecedoras,
las historias de piratas
y cómo nos emocionábamos
con las princesas robadas?

Quizá no se te ha olvidado el aroma
de las golosinas del tendajón,
ni el peligro de las aventuras en el bosque,
ni el fresco sabor de las nieves del verano.

¿Recuerdas el tren que nos llevó al sur
en la trepidante adolescencia
y cómo las manos de nuestros padres
nos despedían tristes y amorosas?

¿Te acuerdas de los vertiginosos paisajes?

Y yo le respondí:
-No señor, no lo recuerdo.
Recuerdo un jardín seco y empolvado…
recuerdo extensos terregales
y eso del primer beso jamás pasó.

No, Teófilo. Esa patria de la que hablas
no existió, ni existe, ni existirá.

Nostálgico mi amigo se fue
Con las manos en los bolsillos.

La vida que se desliza.


IX
Bajo su tétrica sombra: el futuro.
Crecemos con la frente marcada
por una palabra que grita
en su cenotafio de fuego: vida


X
El Mundo cruje,
escuchar del envigamiento el tronido,
el tremor de los cimientos.

El Mundo amenaza con venirse abajo.

El Mundo cruje,
los profetas salen de sus cuevas
y hablan pausadamente
diciéndonos que somos
como la bestia y el ángel.

El Mundo cruje,
y los sabios desempolvan sus libros,
sacan a la luz sus crípticos mensajes

Cruje el Mundo
C r a c k

El Mundo cruje.
De la bóveda celeste el bamboleo.

De entre las ruinas
la bestia calibanesca,
babeante,
babélica,
bamboleante.

La Bestia:
El alma conquista
Lo que el cuerpo desea.


XI
Nacemos entre suaves espinas,
aprendemos a caminar con vocación de invalidez
y en algún momento de la vida una luz,
una Voz, el tacto de lo Supremo,
la fuerza de un titán
nos revienta la conciencia
con furiosas dentelladas.

Nos secuestra el alma para rodearla de mieles.
Una Voz que dice:
tu destino es una hogaza de pan,
un ánfora de exquisito vino
para la embriaguez eterna.

Pero en el sueño se quiebran los odres,
el pan enmohece
y esa Voz es una caterva de llamaradas.

Y en la vorágine una señal,
una sombra que se acerca entre nubes.
La Voz: te ofrezco este cáliz.


XII
Nadie yace en los dorados campos.
Pasan los días ante nosotros
y nadie piensa en regresar a las estrellas.
Nadie yace sobre la hierba
mordisqueando una espiga.

XIII
Supremo cáliz de lo humano:
redención de la congénita angustia.
Derrotar la espiga que nos nutre
y alimentarse de esencias de arrojo.

No nos alejamos del hambre de precipicio,
pero ya somos como el ángel travieso
que gozoso juega en el filo del precipicio
sin pensar en la mortalidad de la caída.

Es un delicioso caer,
una sensación luminosa.
Desaparecer entre llamas de luz,
y en la caída volar con las formas
que construyen lo que trasciende.

Pero es verdad que no caemos.

Elevarse hasta la más alta cima
y gritar en lo invisible del eco:
¡Delicioso cenit del iluminado!

Y caminar entre estas dichosas ruinas
hasta el final del camino
y Dios con su signo
nos recibe con una sonrisilla burlona.


EPÍLOGO
Teófilo busca atrapar a la Fifí
con una red caza mariposas.
Y qué bueno que te entretengas cazando vientos
¿de qué otra manera podemos vivir los hombres
en este paraíso en ruinas?

Vivimos en las ruinas del Mundo.
Deseamos el néctar de lo imposible,
aroma ambrosiaco de lo tantálico.
Indómito mar de la humanidad,
ese animal incansable,
nos arroja al arrecife de nuestras ruinas.

Yacemos en la playa
víctimas del amniótico naufragio


ciudad de México, diciembre 2001

5.24.2007

Narración extraordinaria

Recién salido de la regadera, con el torso desnudo y con una toalla enrollada en la cintura, caminé a mi habitación. De pronto, escuché una voz femenina que salía de quién sabe dónde. Mi corazón reaccionó de inmediato, sus latidos se apresuraron como si intentara escaparse de su carnosa y huesuda jaula. Era una voz susurrante que decía “Sergio, Sergio”. Y el corazón se me heló, como cubierto por una gruesa escarcha de horror metafísico y, al mismo tiempo, latía con mayor violencia. “Sergio, Sergio”, decía la voz, y yo, paralizado, volteaba hacia todos lados tratando de identificar de dónde provenía aquella voz femenina. Dentro de la espiral del horror metafísico, ese enfrentarse a lo desconocido, un pensamiento inundó mi alma: tal vez, de una vez por todas, los excesos cometidos alguna vez cobraban su cuota: una especie de delirium tremens, alucinaciones auditivas, las sirenas en mi propia Ítaca, Circe que viene por mí. El pensamiento desapareció cuando escuché de nuevo la voz: “Estoy aquí, estoy aquí, en la recámara…”.
Con temor me acerqué a mi habitación y asomé la cabeza. Nada, nada, sólo las cortinas meciéndose en el viento. Escuchaba la femenina voz. Cada que la escuchaba me sumía más y más en un infierno de voces que con sus llamaradas lamían mis oídos. Parado en el hall, solo y presa de la incertidumbre, mi voz alcanzó a articular unas palabras que pronuncié con el inconfundible tono del que se sabe condenado a vivir una experiencia aterradora, la voz quebrada. “Quién me habla, quién me habla”. La voz respondió, “aquí, aquí, en la recámara, estoy encerrada”. Me acerqué a la puerta del cuarto de mi hermano David y pude escuchar la voz claramente: “Soy Gisela. David me dejó encerrada”.
El horror metafísico se convirtió en otro tipo de horror: la osadía humana de violentar su propia naturaleza, de violentar la libertad a los demás, el miedo al prójimo que decide traspasar ciertas fronteras y pasar a formar parte de las de por sí engrosadas filas del Mal. La cabeza me dio vueltas, un mareo existencial se apoderó de mí y sentí el frío en todo mi cuerpo, la sensación de una seda helada recorrer las piernas. Aun así y empujado por una desconocida fuerza, bajé las escaleras corriendo, pasé frente a la muchacha que nos ayuda, que me vio como si el demonio hubiera pasado frente a ella. Subí la escalera de servicio y me paré frente a la ventana de la recámara. Se asomó entre los barrotes. Gisela, la princesa encerrada por el cruel ogro. Me vio con sorpresa y sonrió extrañamente. La acosé con preguntas, ¿se enojaron?, ¿habrá enloquecido por fin y de una buena vez mi hermano? No, no, fueron sus respuestas. “De acuerdo. Voy a rescatarte”. Bajé corriendo y de nuevo la mirada viéndome pasar como un loco fantasma. Acosado por el temor de lo que podría venir: secuestro, rapto y quién sabe qué otras cosas, acumulé toda mi energía y desazón en mi pierna, dispuesto a tirar la puerta. En ese instante y antes de dar la patada liberadora, escuché su voz: “espera, ahí viene, lo vi en el jardín”. Di la media vuelta y me encontré frente a frente con mi hermano. La misma mirada de ¿sorpresa?, sorna, ironía.
Vaya, pensé, mi mente creó una serie de situaciones macabras. Parado en medio de la habitación de mi cuarto, una cascada de reflexiones llegaba sin parar: la mente humana, lo humano, vemos lo que deseamos ver, los límites de lo humano, lo sobrenatural. Las reflexiones cesaron de inmediato cuando sentí un viento helado subir por mis piernas y mis partes pudendas. Bajé la vista. No pude sino votear al espejo y preguntar: Dios, en qué momento cayó la toalla.

3.17.2006

PRESENTACIÓN DE LAS AVENTURAS DE DANIEL DUVERGER

De nuevo quedamos Duverger y yo frente a la chimenea. La confusión aumentaba dentro de mí. ¿Por qué el señor Duverger me recibía tan amablemente? ¿El escudo de Sanborns sobre su chimenea tenía algo que ver con Armando y conmigo que nos confesábamos auténticos Homo sanborns? Pero, se me olvidaba en ese momento, la pelota estaba de mi lado. Quien debía dar explicaciones era yo.
-¿En qué le puedo ser útil, Dr. Lagarde?-, disparó Duverger.
-Un amigo que tenemos en común se preocupa por su salud…
-¡No me diga! Presiento que es mi buen amigo González Sachi. Y supongo que le dijo que su servidor se estaba volviendo loco. ¿No es así?
-No con esas palabras, pero me pidió que lo visitara para, digamos, ver que todo se encuentra bien…
-Doctor, por favor, acompáñeme a la biblioteca-. Le di un buen trago a mi cognac y seguí al señor Duverger. Pasamos a su enorme biblioteca, Toulouse nos seguía entre maullidos. Como si se tratara de una película o de una historia de espías, Duverger tocó el lomo de un libro y se accionó un dispositivo. En cuestión de segundo la biblioteca se convirtió en una sala con monitores, con estantes expedientes, relojes con la hora de las capitales más importantes del mundo, faxes, teléfonos, mapas. No podía creer lo que mis ojos veían y, por supuesto, no me explicaba cómo Duverger se abría tan confiadamente a una persona que apenas, creía yo, conocía. De la pared del fondo de la espaciosa habitación bajó una gran pantalla, como las que se usan en la NASA para monitorear los lanzamientos. En el centro de la pantalla, vi, de nuevo, el escudo de “Sola su virtud…”.
-Desde esta habitación monitoreamos, hmmm, cómo decirlo, las actividades de ciertos personajes que son potencialmente peligrosos…
-¿Como el Maese Chofonías?-, dije rascándome la barba y con descarado tono irónico.
-Veo con gusto que Armando le ha contado bien los detalles del chisme-. Duverger se disponía a apretar algún botón de un panel de control cuando cuando Toulouse empezó a maullar con desesperación. Toulouse salió de la biblioteca. Duverger activó el mecanismo para ocultar las pantallas y dispositivos de su “laboratorio” y los libreros volvieron a ocupar su lugar. Con voz entre divertida y nerviosa, me dijo:
-Creo que tenemos visitas, Dr. Lagarde. Acompáñeme y en unos momentos le explicaré qué es lo que está sucediendo y lo que no debe, bajo ninguna circunstancia, suceder-. Salimos de la biblioteca. Toulouse maullaba frente a la puerta que se encontraba abierta.
-Bien, bien, veamos qué pasa-, dijo Duverger al tiempo que pasaba su mirada sobre toda la planta baja de la casa. Volví a sentir la sensación de extrañeza cuando llegué a esa casa. Creí, de nuevo, ver una sombra que se deslizaba con agilidad por el jardín. Toulouse saltó a la mesa de la sala donde olisqueó un paquete que yo no había visto cuando llegué. Era una caja plateada, recuerdo que era una especie de trabajo de repujado en plata. Duverger se llevó la mano a la frente y lo escuché decir: “No puede ser, no otra vez. Tanto trabajo que me costó remodelarla…”. Una luz cegadora invadió la casa y una fuerte explosión me hizo volar en una nube de vidrios, astillas, humo y olor a azufre. Luego de la explosión un silencio lleno de incertidumbre se apoderó de la casa. No me atrevía a moverme, porque el temor a darme cuenta de que había perdido un miembro era más fuerte que el deseo de salir corriendo de ahí. Sentía un gran hormigueo en todo mi cuerpo, pero me preguntaba si no era ya la sensación del “miembro fantasma” y que mi cuerpo estaba hecho añicos. Preferí no moverme ni abrir los ojos. Tumbado en el piso, aturdido, sentí humedad en la cara, una rasposa humedad. Abrí los ojos y vi a Toulouse cubierto de polvo lamiendo mi cara. Maulló. De entre la nube de polvo vi aparecer una mano de largos y fuertes dedos que tomó mi brazo. Era Duverger. Me paré con mucho esfuerzo. Ahí estaban Samara e Isabel observando con impotencia el escenario de la destrucción. Duverger se dirigió a sus asistentes.
-Señoritas, como lo esperábamos, Maese Chofonías está de nuevo entre nosotros. Por lo pronto destruyó mi recién remodelada casa. Estoy seguro de que el Dr. Lagarde nos ayudará a encontrar a Maese Chofonías antes de que lleve a cabo sus planes. Dr. Lagarde, como bien puede ver, no estoy tan loco-.
En esa atmósfera de destrucción y aún aturdido, me vi esbozar una mueca de impotencia ante el destino. La suerte estaba echada para dar inicio a la aventura que a continuación les voy a relatar…