Sergio Andrés de León nació en Nueva York en 1972. Se ha dedicado a actividades variopintas después de haber abandonado las divertidísimas cuestiones del Derecho. Pinta, escribe, baila tap, fuma puro de vez en cuando y baila con la mejor delas técnicas. Por el momento vende "tiempo compartido". Usted manda sus generales y Don Sergio se pone en contacto con usted. !Aproveche!

2.23.2009

ESA BOLA DE TONTERÍAS QUE SUPUESTAMENTE DEBE DECIR LA MUJER




Mi amigo tenía labrada una buena fama en la radio. Por razones fortuitas trabamos contacto después de más de 10 años de no vernos y me invito a formar parte de su equipo. Meses después se fue a otra estación y, además, a conducir un programa en la televisión. Yo me quedé en el mismo trabajo. Era un trabajo con un sueldo decoroso y, tomando en cuenta las peligrosas condiciones económicas en que me encontraba, era una bendición. Si bien el precio a pagar era alto, pues los horarios me convirtieron en un vampiro zombie (de cuatro a nueve de la mañana y, ese mismo día, de seis a 10 de la noche, de lunes a domingo), la consigna era “apechugar hasta el extremo”.

En la mesa de redacción de la radiodifusora prestaba sus servicios un pintoresco personaje que, para los efectos de esta narración, llamaremos Abelardo. Tenía unos 30 años y completamente calvo. Abelardo era singular, entre otras cosas, por su colección de tics. No podía andar más de diez metros sin hacer unas extrañas muecas, o escribía en la computadora y hacía ruidos extraños. Hasta que un día el jefe de redacción le dijo que su enfermedad o lo que fuera ponía nerviosos a sus compañeros, de tal forma que atendía su padecimiento o se largaba. Y así fue como Abelardo acudió a un psiquiatra y de ahí la metamorfosis. A los quince días los cambios eran más que notorios: los tics y los rituales habían desaparecido, la facha era otra, hasta sus compañeras decían que tenía cierto sex appeal. Pero lo más insólito fue cuando Abelardo se presentó en la oficina con un nuevo look que dejó con la boca abierta a todos, sobre todo a las mujeres: desde aquél día vistió con entallados pantalones de mezclilla con campana, camisas abiertas y zapatos de tacón cubano. Si tomamos en cuenta que era un hombre alto, el tacón lo hacía parecer aun más alto. Y el gran detalle garibaiano: el entallado pantalón dejaba bien claro que Abelardo había sido agraciado por la naturaleza. Y él presumía el asunto con soltura y desverguenza: se acercaba peligrosamente a las compañeras con la “amenaza de su hipérbole”. Ellas, entre halagadas y nerviosas, no sabían qué decir, ni qué hacer. Sólo cuchicheaban, que si Abelardo quería andar con Chuchis o con Munchis. Lo cierto era que no había nada, Abelardo sólo presumía, nada más, pero llegado el momento actuaría… ¡y de qué forma!

En esas andaba cuando se incorporó a la estación una guapérrima conductora de televisión, a la que llamaremos Susana. Era brillante y bella. Y, por azares del destino, fui invitado a formar parte de su equipo. Esta mujer de quien hablo era diferente a las del resto de las que habitaban la estación. No era mustia, ni amargada, era pura alegría y desenfado. Desde que llegó el trabajo dejó de ser una maldición para mí.

Ella se fijó en Abelardo. Si bien su look le parecía demodé, no dejaba de reconocer que le parecía un hombre muy atractivo. Bueno, cualquiera que use los pantalones embarrados y que tenga un arma de ese calibre pues le resultará atractivo a las mujeres, pura biología. Sin más ni más, abordó a Abelardo. Como era de esperarse hicieron grandes migas y él usaba pantalones aún más apretados.

En la cena de fin de año el alcohol lubricó los asuntos amorosos. Vimos a Abelardo y a Susana partir juntos y muy entretenidos. ¡El amor hacía de las suyas! El lunes ya veríamos las caras de satisfacción de ambos. Pero Abelardo no volvió, no lo volvimos a ver. Susana sí llegó y como si nada. Qué sucedió con Abelardo….nos preguntábamos. Nunca contestó las llamadas y, hasta la fecha, nadie sabe de él.

A mediados de febrero, Susana invitó a comer a sus colaboradores. Era el viernes 14 de febrero. Nos avisó que se iba a otra estación. La sobremesa se extendió por horas. Tras varios tequilas me animé a tocar el tema:

-Susana, ¿me permites una pregunta muy personal?

-Claro. Qué diplomático…

-Qué pasó con Abelardo…

-¡Sabía que un día me lo preguntarías! En específico qué quieres saber…

-Qué pasó con él. En la cena de fin de año se fueron juntos, muy cerquita de Dios y no lo volvimos a ver…

-Hmmmm. Bueno, esta es la historia. Nos fuimos a mi casa…

-¿Y?

-Nos metimos a la cama. Vi lo que todas en la estación deseaban ver y vaya que… qué bárbaro…-. Susana suspiró.

-Ajá…

-Por redondeo digamos que duró un minuto, pero siendo más estricta no fueron más de 30 segundos. No sé, tal vez se puso nervioso o yo lo intimidé. Pero se mostraba tan seguro, tan Mauricio Garcés, tan arrollador, que supuse que era todo un casanova... hasta miedo tenía. Lo malo es que por alguna razón me dio un ataque de risa cuando terminó. Traté de convencerlo de que era normal, que a todos los hombres les pasa y, ya sabes, esa bola de tonterías que supuestamente debe decir la mujer para que el hombre no se suicide después de haber fracasado. Se levantó, se puso sus pantalones y se fue.

-Vaya sorpresa.

-Sí, Serch, quizá albergué demasiadas expectativas.

- Con todo lo que presumía…-, dije.

- Y resultó más precoz que Mozart-, sentenció Susana.

-Que el buen Dios se apiade de su alma.

-Así sea, Serch, así sea.