Sergio Andrés de León nació en Nueva York en 1972. Se ha dedicado a actividades variopintas después de haber abandonado las divertidísimas cuestiones del Derecho. Pinta, escribe, baila tap, fuma puro de vez en cuando y baila con la mejor delas técnicas. Por el momento vende "tiempo compartido". Usted manda sus generales y Don Sergio se pone en contacto con usted. !Aproveche!

5.24.2007

Narración extraordinaria

Recién salido de la regadera, con el torso desnudo y con una toalla enrollada en la cintura, caminé a mi habitación. De pronto, escuché una voz femenina que salía de quién sabe dónde. Mi corazón reaccionó de inmediato, sus latidos se apresuraron como si intentara escaparse de su carnosa y huesuda jaula. Era una voz susurrante que decía “Sergio, Sergio”. Y el corazón se me heló, como cubierto por una gruesa escarcha de horror metafísico y, al mismo tiempo, latía con mayor violencia. “Sergio, Sergio”, decía la voz, y yo, paralizado, volteaba hacia todos lados tratando de identificar de dónde provenía aquella voz femenina. Dentro de la espiral del horror metafísico, ese enfrentarse a lo desconocido, un pensamiento inundó mi alma: tal vez, de una vez por todas, los excesos cometidos alguna vez cobraban su cuota: una especie de delirium tremens, alucinaciones auditivas, las sirenas en mi propia Ítaca, Circe que viene por mí. El pensamiento desapareció cuando escuché de nuevo la voz: “Estoy aquí, estoy aquí, en la recámara…”.
Con temor me acerqué a mi habitación y asomé la cabeza. Nada, nada, sólo las cortinas meciéndose en el viento. Escuchaba la femenina voz. Cada que la escuchaba me sumía más y más en un infierno de voces que con sus llamaradas lamían mis oídos. Parado en el hall, solo y presa de la incertidumbre, mi voz alcanzó a articular unas palabras que pronuncié con el inconfundible tono del que se sabe condenado a vivir una experiencia aterradora, la voz quebrada. “Quién me habla, quién me habla”. La voz respondió, “aquí, aquí, en la recámara, estoy encerrada”. Me acerqué a la puerta del cuarto de mi hermano David y pude escuchar la voz claramente: “Soy Gisela. David me dejó encerrada”.
El horror metafísico se convirtió en otro tipo de horror: la osadía humana de violentar su propia naturaleza, de violentar la libertad a los demás, el miedo al prójimo que decide traspasar ciertas fronteras y pasar a formar parte de las de por sí engrosadas filas del Mal. La cabeza me dio vueltas, un mareo existencial se apoderó de mí y sentí el frío en todo mi cuerpo, la sensación de una seda helada recorrer las piernas. Aun así y empujado por una desconocida fuerza, bajé las escaleras corriendo, pasé frente a la muchacha que nos ayuda, que me vio como si el demonio hubiera pasado frente a ella. Subí la escalera de servicio y me paré frente a la ventana de la recámara. Se asomó entre los barrotes. Gisela, la princesa encerrada por el cruel ogro. Me vio con sorpresa y sonrió extrañamente. La acosé con preguntas, ¿se enojaron?, ¿habrá enloquecido por fin y de una buena vez mi hermano? No, no, fueron sus respuestas. “De acuerdo. Voy a rescatarte”. Bajé corriendo y de nuevo la mirada viéndome pasar como un loco fantasma. Acosado por el temor de lo que podría venir: secuestro, rapto y quién sabe qué otras cosas, acumulé toda mi energía y desazón en mi pierna, dispuesto a tirar la puerta. En ese instante y antes de dar la patada liberadora, escuché su voz: “espera, ahí viene, lo vi en el jardín”. Di la media vuelta y me encontré frente a frente con mi hermano. La misma mirada de ¿sorpresa?, sorna, ironía.
Vaya, pensé, mi mente creó una serie de situaciones macabras. Parado en medio de la habitación de mi cuarto, una cascada de reflexiones llegaba sin parar: la mente humana, lo humano, vemos lo que deseamos ver, los límites de lo humano, lo sobrenatural. Las reflexiones cesaron de inmediato cuando sentí un viento helado subir por mis piernas y mis partes pudendas. Bajé la vista. No pude sino votear al espejo y preguntar: Dios, en qué momento cayó la toalla.