!NÓMBREME!
— ¡Señor, por lo que más quiera en este mundo, nómbreme, nómbreme, no me deje aquí encerrada, soy una princesa encantada por el maléfico embrujo de un druida! ¡Nómbreme, señor, nómbreme, que yo sabré agradecerle, seré su esclava, tendrá en mí esposa, cocinera, lavandera, pondré en su mesa los más suculentos manjares, en su lecho le haré conocer la felicidad! —.
Avergonzado por los gritos miré alrededor: la sala de lectura seguía en su cotidiana calma. Me acerqué a la palabra y susurré.
—Pero cómo la voy a nombrar así porque sí. Yo soy libre de nombrar aquello que me place o simplemente nombrar lo que se me viene en gana. Puede ser usted una princesa encantada o una reina o una rosa o un colibrí pero no me nace nombrarla, discúlpeme usted, no me nace—. A punto de cerrar el libro la palabra desesperada...
— ¡No, espere, no me condene al silencio añoso de estas hojas, sea compasivo, míreme, llevo siglos y siglos encerrada en este libro, soy una princesa, la más bella que la tierra ha pisado y si usted me nombra seré suya, suya, déme la libertad que no será sino suya, déjeme agradecerle con mi boca, con mis manos y mis piernas, que siendo palabra no lo puedo hacer, nómbreme, por favor! —.
No sabía yo qué hacer, por qué nombrarla: ¿por tener una princesa a mi lado? No, jamás lo haría por eso. Decidí nombrarla... por compasión, por pura compasión. Y la nombré, la boca se me llenó de sus letras. Ante mis ojos la palabra desapareció. Cerré el libro y me olvidé de lo que parecía haber sido un sueño, un deseo o lo que pudiera haber sido.
Abrí la puerta de mi departamento: sobre la mesa del comedor los manjares de libros y palabras. La princesa, cierto que era la más bella, prendía las velas. Se arrojó a mis brazos, me llenó el rostro de besos y caricias. Me senté a la mesa y se sucedió la enciclopédica cena: degusté La República de Platón en dulce salsa de ciruelas; Edipo Rey al mojo de ajo; supe de la especialidad de la princesa: Génesis y Apocalipsis en nogada; sopa de Heine; apenas probé el estofado de Ulises y el albondigón de Proust; por no ofender partí el pastel de La Celestina. A punto de reventar me levanté para entregarme al sueño. La princesa me hizo el amor, me hizo el amor desquitándose por los siglos de encierro. Desnudó mi cuerpo con pasajes del Decamerón, algo dijo de Chaucer y Sade. Terminó con Nabokov y Bukowsky.
Abría cada noche la puerta y se repetían los manjares y los amores. Pero me resistía, pasadas algunas semanas, a sus empeños por hacerme feliz. De aquellas noches me queda el grato recuerdo de la cena de navidad: vino de Donne; ravioles de Vita Nova; romeritos de Rimas y Leyendas; Pavo de Rayuela.
Busqué en todos los libros de la biblioteca, con el método ambrosiano, algún conjuro que la alejara de mí. Me sentía prisionero de sus cariños. Ella sospechaba de mis intenciones.
Abrí la puerta del baño: un charco de rojas palabras empezaba a escurrir por la coladera. La princesa tendida en la regadera con un borrador en la yugular. La llevé al hospital. De inmediato el doctor ordenó aplicar suero de graves y esdrújulas, atropina de Whitman. Me llamó el galeno.
— ¿Sabe la razón por la cual intentó suicidarse?
—No, no, doctor.
— ¿Ha notado algún cambio en su comportamiento?
—No, doctor, no.
— ¿Es su esposa?
—No...
— ¿Su novia?
—No...
— ¿Su amante?
—Pues...
— ¿Su esclava?
—No...
— ¿Su hermana?
—No...
— ¿Su hija?
—No...
—Entonces dígame ¿por qué vive con usted?
—La encontré...
—Ah, no será que la secuestró...
—Por favor doctor, no piense eso...
— ¿Pensar qué?
—Que la secuestré.
— ¿Y cómo sabe que lo pensé?
—Porque lo dijo.
—Ah, entonces porque usted dice yo tengo que pensar las cosas antes de decirlas...
—Bueno, doctor es que...
—Mire jovencito, no sé cara de qué me vio pero de mí no se va usted a burlar, ¿me entendió?
—Sí doctor...
—Así está mejor.
Abrí la puerta de la sala de recuperación. La encontré pálida con tubos y mangueras.
— ¿Cómo te sientes?
—Perdóname.
—No tengo nada que perdonarte—. Tomó mi mano entre las suyas, lloraba la princesa.
—Me has dado todo cuanto necesitaba. Por favor mátame.
—No digas eso.
—Mátame, ya viví lo suficiente, mátame por favor—. Le di un beso en la mejilla y desconecté el suero. Cerró los ojos, una frágil sonrisa se dibujó en sus labios antes de morir. Murió la princesa. Salí del hospital, caminé en la madrugada de la calle solitaria. Un farol, un ladrido, una sirena de ambulancia.
Abrí la puerta. Nadie me recibió con besos, ni manjares, ni amor. Al día siguiente abrí el libro, ahí estaba de nuevo la palabra, escrita por una invisible mano. Y la nombré, la nombré mil y un veces. Corrí al departamento, abrí y no estaba la princesa.
Abro el libro y aquí está la palabra y la nombro, la nombro y la nombraré el resto de mi vida.